domingo, 4 de septiembre de 2011

EL ÚLTIMO VIAJE






                                                    Soria (España) Imagen extractada de Internet


EL ÚLTIMO VIAJE

 “Es la tierra de Soria árida y fría..
Por las colinas y las tierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas”.

Mientras camina por Atocha, don Solano Soria recita por lo bajo los versos de don Antonio Machado. Dentro de poco sus pasos pisarán tierra soriana.
La mañana del invierno madrileño es destemplada y rigurosa. La estación de trenes bulle con la intensidad que la caracteriza. El gran recinto de acero, de techo curvilíneo y fachada vidriada es por dentro mucho más que la mole de vidrio y metal que uno observa desde afuera. Es un mundo que vive, se agita, ríe y llora al compás de los trenes y los sentimientos de los hombres que habitan los inmensos salones y que habrán de preñar las entrañas de esos gusanos metálicos.
Las cafeterías totalmente abarrotadas de gentes que comen algún bocadillo o beben café en camino a sus ocupaciones o en viaje de compras o paseo, tienen un movimiento infernal.
La multitud, que se desplaza con paso seguro en todas direcciones, se parece a un mar en movimiento absolutamente estrafalario. Por las escaleras mecánicas que unen la terminal de RENFE con la estación del metro sube tanta gente, que es como una nueva corriente que inunda y sobrepasa los salones. El océano gente se hace más intenso.
Don Solano Soria, se para un largo rato y admira el jardín tropical que hay dentro de la estación. Sus ojos curiosos no pierden detalle del entorno. Luego, vuelve a caminar con paso cansino mientras espera la salida del tren que habrá de llevarlo a Soria.
Por los altoparlantes, a cada instante se escucha una voz femenina que anuncia la salida de los diferentes trenes. Los carteles electrónicos, con sus extrañas letras luminosas sirven al mismo propósito.
Don Solano mira todo con ojos curiosos y con el corazón latiendo acelerado. No puede dejar de comparar la vieja estación de su pueblito natal en el noroeste argentino con esta inmensa mole hialina y metálica. Aquella pequeña construcción de características victorianas con su techo de chapa verde que apenas tenía un andén de cemento y dos vías (principal y secundaria), era una estación agradable y a pesar de ser una de las más importantes a lo largo de aquella línea ferroviaria, no tenía necesidad de más rieles. Esto que observa ahora sobrepasa largamente lo que él imaginara.
Don Solano Soria ha visto infinidad de trenes a lo largo de su vida. Por algo fue uno de los primeros maquinistas que vivieron en su lejano pueblo, pero estos que ocupan alternativamente las numerosos vías de la estación de Atocha llevan su sorpresa al paroxismo.
Según le contara uno de sus nietos, afectos a ese invento moderno que se llama internet y que don Solano no conoce ni cómo funciona, un poeta que se llamó Gerardo Diego y que tuvo la suerte de vivir en Soria, escribía cosas muy bellas sobre los trenes. Ellos solían escribírselos para que él los memorizara. Porque don Solano, como un auténtico hombre de Soria, ama, por sobre todas las cosas, los trenes, la poesía y los recuerdos de un país nunca visto.
"Lleva en el buche/ las alegrías, / los desconsuelos/ frescos de tinta. / Vuelve sin alas la Pajarilla,/ vacío el buche,/ Soria vacía," "Por ti se va no a la ciudad doliente/ sino al largo y torcido laberinto/ del mudo..." "En los pueblos con tren/ dulcísima tragedia/ la de esas diarias citas/ con el que nunca llega" "Estación de la paz, Viajes beatos/ de luminosa inmarcesible estela" "Disimulada y frágil como un nido/ desde la paz de tus andenes/ libre de humo y de carbón, / limpia de ruidos,/ la estación de los sueños y los trenes"
A pesar de su edad, don Solano Soria tiene una memoria esplendorosa.
Camina con paso lento y cansino en dirección a su vagón. A pesar de que sus ropas parecen fuera de época, nadie repara en él. Es apenas uno más en esa inmensa multitud apurada y sufrida que camina por los andenes y salones. Llega a la unidad que figura en su pasaje, muestra el boleto al guarda de uniforme impecable y aborda el coche. No tiene demasiado tiempo para pensar. Enseguida el tren se pone en movimiento.
El hombre, ahora que marcha a conocer la tierra de sus ancestros, no puede esconder su ansiosa alegría. Cierra los ojos y recuerda.
El abuelo de don Solano era un Soria. No hacen falta más adjetivos para calificar a esa clase de hombres de mente encendida y corazón bizarro que tiene su origen en la meseta. Se fue por allá, por finales de los 1800, en busca de un mejor porvenir y sus pasos lo llevaron hacia ese país que los atraía con su quimera americana.
Desde que llegó a Buenos Aires, sus paisanos le ayudaron en todo lo que pudieron, pero el hombre era amante de los desafíos. Mientras la gran mayoría de sus compatriotas prefería quedarse en el puerto o buscar las ciudades más grandes, el conoció el norte de Argentina y se quedó prendado. Esa tierra arisca y montaraz le traía recuerdo de su propia tierra. La eligió para que sea su nueva morada. Cuando se casó y nacieron sus primeros hijos, el inmigrante supo que estaba atrapado sin remedio por esa geografía agreste y seductora. Más tarde serían los nietos. El primero de ellos fue don Solano.
Don Solano lleva en sus venas sangre mestiza, pero en lo más profundo de su ser siempre se sintió ligado a la tierra de su abuelo. El pobre viejo, que ya había llegado a la edad donde todo se vuelve memoria, se quedaba largas horas conversando su nieto y le contaba historias de su lejano terruño.
Cuando murió su abuelo, él era ya un adolescente a punto de terminar la escuela industrial. Tuvo suerte porque al poco tiempo de egresado ingresó al ferrocarril como aspirante. Allí, con su vida ligada a las vías, había pasado el resto de sus años. Fue pasaleñas, foguista y más tarde manejó las viejas locomotoras a vapor. Después, tuvo la ventura de conducir aquellas diesel que arrastraban convoyes en la línea que unía Córdoba con Tucumán en el noroeste argentino. Cuando ya los ferrocarriles comenzaban a derrumbarse por las malas políticas y se inauguraba la mitología y el recuerdo de rieles y de trenes, él se había jubilado.
Don Solano Soria, abre los ojos. Pregunta a un vecino de asiento por donde se encuentra y recibe una respuesta amable. Han pasado Alcalá de Henares y van en busca del Guadalajara. Sabe, porque así le han advertido que después vendrá Sigüenza y entrará de lleno en tierra Soriana. Le esperan las estaciones de Torralba y Coscurita, antes de que llegue a su ansiado destino. El tren regional es cómodo y confortable. No admite comparación con aquellos que él condujera en su prolongada vida ferroviaria.
Don Solano Soria cierra de nuevo los ojos y piensa en los versos de Machado y en el río Duero.

“¡Soria Fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!

Y vuelve a dormirse. Entre sueños se le escapa una sonrisa. Enseguida se despierta sobresaltado. El tren regional se acerca despacio a la estación. Siente que el viaje está llegando a su fin. Una vez más cierra los ojos y recita en voz baja.

“Soria, ciudad castellana
¡Tan bella! bajo la luna”

Al instante siguiente pierde la noción del tiempo. Entra en una especie de vorágine sin final que se prolonga y se prolonga. Cuando abre nuevamente los ojos, está tendido en una cama. Unos hombres jóvenes (¿Quiénes serán? Se parecen demasiado a sus hijos y nietos) lo miran con ojos brillantes y apenados. Por un instante que se hace eterno, Don Solano Soria toma conciencia. Sonríe con una sonrisa extraña y apacible. Los mira con ternura y enseguida, antes de cerrar definitivamente los ojos, les dice con voz clara (tan clara como no recuerdan quienes lo rodean)
- Ahora puedo morir tranquilo. Acabo de visitar los campos de Soria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario